“El egoísta sería capaz de pegar fuego a la casa
del vecino para hacer freír un huevo”.
FRANCIS BACON
Mi madre puso sobre la mesa el plato con la cena: tres papas cocidas. Tres papas blancas en un plato blanco. Nada más. Ni siquiera un aroma que prometiera el sabor de un caldo, aunque fuera pobre de sustancia. Levanté la vista hacia ella con una interrogante que no supe poner en palabras, y se sentó evitando mi mirada. Su plato tenía dos papas. Lo movió un poco hacia la izquierda, luego hacia el frente; le arrimó más el tenedor, lo alejó de nuevo; lo cogió y lo soltó; escarbó en la mesa con la uña del pulgar, quebrando una astilla de madera ya medio desprendida; la colocó de nuevo en su sitio y la empujó varias veces, como si fuera posible pegarla otra vez. Por fin contestó la pregunta que yo no le hice.
—La última col fue la del almuerzo —dijo a manera de disculpa—. Mañana le pediré un pedazo de calabaza a Clotilde —agregó, forzando una sonrisa, en un intento de alegrarme con la promesa.
Sabía que mi madre era poco dada a pedir ayuda, sólo una necesidad muy imperiosa podía obligarla a hacerlo. Aparté la lámpara de aceite que se interponía entre los dos hacia un lado de la mesa y nuestras sombras alargadas se acercaron un poco en la pared de piedra. Puse mi mano sobre la de ella, que seguía batallando con la astilla. El intento de consuelo logró que parara la acción y me mirara. Sólo un instante. Tampoco era muy dada a las caricias. Volvió un poco la cara y con el revés de la otra mano borró una lágrima que rodaba por su mejilla.
Al día siguiente, la acompañé.
Como la mayoría de las casas del pueblo, la de Clotilde era humilde: gruesas paredes de piedra, techo de colmo y piso de bosta seca. En pequeño ambiente se disputaban el espacio algunos instrumentos de labranza, la mesa de comer con dos sillas y la cama de madera, de patas altas para aprovechar como almacén el espacio bajo el colchón, cubierto con una colcha que casi tocaba el piso.
Cuando Clotilde nos recibió, su hijo Toño (de dos años) jugaba en el suelo con una alpargata rota convertida en un camión que transportaba piedras. “Run, run, ruuun”, sonaba el motor en sus labios. Me agaché a jugar con él mientras nuestras madres hablaban.
—Perdona la molestia, Clotilde, pero… ¿Por casualidad no tendrás un pedazo de calabaza que me des para completar un potaje? —mintió mi madre por vergüenza, pues el potaje debía incluir también coles y algún trozo de carne o tocino cuya larga ausencia soportábamos.
Toño “apagó” el motor, miró un instante a mi madre y se metió debajo de la cama, perdiéndose tras la colcha.
—Yo te doy luego lo que quieras; tal vez un poco de leche o higos pasados —agregó mi madre ante la tardanza de la vecina en responderle.
—Ay, Obdulia, cuánto lo siento —contestó Clotilde con cara de aflicción—, pero este año no se me dio ni una calabaza. Perdí toda la cosecha porque…
No había terminado la frase cuando, por debajo de la cama, comenzaron a salir rodando calabazas, una tras otra, en alegre tropel de verdes, ocres y amarillos. Cada una levantaba la colcha como si fuese el telón de un teatro y ellas regresaran al escenario para agradecer el aplauso del público. En pocos segundos los pies de Clotilde quedaron rodeados por la evidencia de su mezquindad, mientras trastabillaba con las palabras una explicación imposible.
Mi madre traspasó a Clotilde con una mirada que la obligó a bajar la vista hacia el suelo, me jaló por un brazo y le dio la espalda. “Cruz y raya”, masculló cuando salíamos por la puerta.
Desde ese instante toda relación entre ellas se volvió pasado.
Nos habíamos alejado apenas unos metros cuando comen-zaron a oírse los alaridos del pobre Toño, que sólo había querido ayudar y a cambio recibía unas cuantas nalgadas.
No supe cómo, pero esa tarde mi madre consiguió dos dien-tes de ajo, un poco de cilantro, aceite y vinagre. En la cena, el verde del mojo puso una nota alegre de aroma y color sobre el blanco, demasiado blanco, del plato y las papas.