La vecina médica

“Los fallos de los cocineros
se tapan son salsa,
los de los arquitectos con flores
y los del médico… con tierra.”
(Anónimo)

 

         Los alaridos de Valentín aquel día debieron escucharse en todas las casas de Los Llanillos, el pequeño pueblo donde vivía.
      —¡Me quema, me quema! —gritaba desesperado mientras sus padres se alejaban hacia la cocina, amenazándolo con castigarlo si me movía.
       Lo dejaron solo con su tormento: boca arriba, sobre el catre convertido en potro de tortura y sintiendo que su piel estaba a punto de ser perforada por el calor del huevo frito que tenía sobre el estómago.
       La receta se la había dado a su madre una vecina, la única persona que Valentín recuerda haber odiado en su infancia. Se decía que tenía los suficientes conocimientos sobre plantas y brebajes para recetar remedios, a diestra y siniestra, contra cualquier mal del cuerpo. No se sabía si también para los del alma, pero de esos los escasos cuatro años de Valentín lo mantenían a salvo.
        Siempre fue delgado. Tampoco podía esperarse otra cosa durante los años de postguerra, cuando los alimentos eran una carencia permanente en las casas. Pero Valentín tenía poco apetito y mucho interés en el juego con los amigos y las aventuras que les aguardaban en los caminos. Unos cuantos higos pasados y un pequeño trozo de queso ahumado en el bolsillo del pantalón, bastaban para garantizarle un día feliz. Pero, como en cualquier pueblo canario, donde el hambre reinó durante tantos años, el mayor orgullo de los progenitores (sobre todo de las madres) era tener unos hijos rellenitos: sinónimo de salud y hermosura. Para ellas éramos un estandarte ambulante que proclamaba la situación de escasez o abundancia en nuestras casas, aunque esta última era poco conocida. Según la madre de Valentín, él era el más flaco del pueblo y una “afrenta” para ella.
         —¡Van a pensar que uno no tiene ni para darle de comeral muchacho! —era una retahíla que rumiaba a menudo.
        Hasta que un día la repitió delante de la vecina más próxima (“de cuyo nombre Valentín no quiere acordarse”) y esta, sinpedirle permiso, le agarró con fuerza la cara, lo miró directo alos ojos asustados y sentenció:
         —Juana, este muchacho lo que tiene es “empacho”.
        Traducido del lenguaje canario, lo que quiso decir era que tenía un problema, ubicado en el estómago, que le impedía tener hambre y, por lo tanto, también alcanzar un peso “normal”. Acto seguido le indicó a Juana la receta para curarlo:
       —Pones al muchacho boca arriba con la barriga descubierta, le colocas un paño encima y sobre éste un huevo frito, recién sacado de la sartén —dijo—. Hasta que se enfríe.
        Valentín nunca ha podido desentrañar la posible lógica de cómo aquel remedio iba a aumentarle el apetito. Sus padres ni lo preguntaron (tal vez porque la ignorancia les limitaba la capacidad de razonamiento) y, sin hacer caso a las protestas del hijo, siguieron las indicaciones.
       Lo despojaron de la camiseta, hicieron que se acostara boca arriba sobre el catre donde dormía, entre barricas y aperos de labranza, le colocaron sobre el ombligo un pañuelo sin doblar, en vez de un paño más grueso —el pequeño detalle que la vecina no se tomó la molestia de indicarles ni los padres tuvieron en cuenta— y pusieron encima el bendito huevo, directo de la sartén.
       —¡No te atrevas a quitártelo! —le advirtió la madre.
       Nunca en su vida Valentín gritó tan fuerte.
      —¡Me quema, me quema! —chillaba mientras sus padres lo agarraban por manos y pies para que no se lo quitara. Luego regresaron a la cocina amenazándolo con castigarlo si se movía. Tenían la certeza de que se trataba de una de sus habituales actuaciones, a las que recurría cuando quería salir de algún apuro.
       —¡Me quema, el huevo! —gritaba a todo pulmón —. ¡¡Que me quema!!
    —¡Deja el escándalo y quédate quieto! —ordenaba la madre desde la cocina.
      —Mejor voy a ver, no sea que… —intentó razonar el padre.
      —Que no, ya lo conoces —lo atajó ella.
      Al fin ganó el desespero de Valentín y el padre regresó al cuarto donde estaba. Cuanto apartó de su barriga el huevo y el pañuelo vio que la quemadura era tal que le había levantado la piel en una enorme ampolla.

     El resto de su vida, cada vez que sus padres lo veían sin camisa, no podían evitar sentir vergüenza por el descuido. Allí estaba la marca que aún tiene cerca del ombligo: grande, redonda y surcada por cicatrices, como una luna herida.

     Para Valentín fue un triunfo descalificar a la odiosa “médica”, porque siguió siendo el más flaco del pueblo.

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