“Tienen, por eso no lloran /de plomo las calaveras.
Con el alma de charol /vienen por la carretera.
Jorobados y nocturnos, /por donde animan ordenan,
silencios de goma oscura /y miedos de fina arena”
FEDERICO GARCÍA LORCA.
Romance de la Guardia Civil Española.
(fragmento)
La bruma acostumbraba dejar el pueblo a media mañana, pero ese día de invierno se quedó hasta que los dos guardias civiles aparecieron entre ella como fantasmas que en instantes se hicieron corpóreos. Los fusiles intimidantes, las miradas adustas, los uniformes y largas capotas verdes, los negros tricornios, el poder de sembrar con su sola presencia el temor y la zozobra. Así fue siempre en tiempos de posguerra.
El viento corrió a refugiarse en las casas cercanas.
Silencio. Sólo el sonido de las altas y relucientes botas negras aplastando la tierra. El polvo no se atrevía a levantarse.
Detrás de la pareja de guardias civiles (siempre iban en pareja) llegaron dos señores vestidos con impecables trajes negros: pantalones y chaquetas negras, negros zapatos y calcetines, negros maletines de cuero, negras corbatas de luto. Todo los distinguía a leguas de los habitantes del pueblo, con ropas acostumbradas a los remiendos.
De luto iban vestidos,
¿acaso por algún muerto?
Qué cosa extraña, pensé
porque no eran de los nuestros.
Los dos guardias civiles se rezagaron un poco y los señores de negro caminaron hacia donde mis amigos y yo habíamos interrumpido un juego de canicas. Reculamos con temor mientras nos interrogábamos con la mirada. Los señores de negro eran una anomalía en el pueblo, pero la custodia de los guardias civiles les agregaba un motivo para que yo sintiera en mi boca una resequedad instantánea. ¿Por qué nosotros? ¿Quién de nosotros y qué?
Traté de pensar cuál travesura había hecho para merecer tan importante visita: ¿Robarle unas castañas a don Francisco? …pero si el castañero estaba cargado a reventar, y algunas ramas sobrepasaban el lindero de piedra y llegaban hasta el camino. ¿O sería que la madre de mi primo Valentín…? No, él no diría que yo le había rajado la frente de una pedrada. Al fin y al cabo, un poco de tierra bastaba para contener la sangre y los amigos nos guardábamos los secretos. Yo le dije a mi madre que el ojo morado fue consecuencia de una patada de la cabra cuando iba a ordeñarla. ¿O sería porque…?
En todo caso, con los dos guardias civiles cerca, salir huyendo no era una opción.
Entonces, los señores de negro se pusieron melosos.
Negro, de negro llegaron
anunciando cosas buenas;
de negro-negro los trajes,
las corbatas y conciencias.
Nos preguntaron sobre la gente que tenía animales. Ellos los estaban comprando y pagaban muchas pesetas por cada uno.
Nuestra desconfianza terminó vencida cuando nos mostraron los caramelos:
Puños de caramelos que sacaron de los bolsillos; de todos los colores y envueltos en papel transparente, como los que exhibían en el mostrador de la tienda, dentro del gran frasco de vidrio que me quedaba viendo largo rato, sacando la cuenta con los dedos de cuánto faltaba para mi cumpleaños. ¿Será que entonces podré pedirle al abuelo media peseta y…?
En ese momento, los señores de negro nos dijeron que al que diera alguna información le regalarían uno; o podrían ser varios, agregaron.
Llegué a la casa con una sonrisa en el rostro. Canelo salió a mi encuentro ladrando y meneando el rabo. Lo cargué y como siempre insistió en lavarme la cara a lengüetazos. Era un bello cachorro, de abundante pelo blanco, marrón y negro, que me había dado mi abuelo. El mejor regalo que había recibido hasta entonces y el mejor del resto de mi infancia.
El día anterior me había acompañado por primera vez lejos de la casa; cuando mi madre me mandó muy temprano a darle una vuelta a la vaca que teníamos pastando en el cercado fuera del pueblo. El viento frío de la mañana me calaba hasta los huesos y los dedos de las manos se me engarrotaron. Todos los inviernos me preguntaba por qué había que esperar a tener doce años para usar pantalón largo. Canelo caminaba pegado a las paredes de piedra, evitando las ráfagas que parecían querer arrancarle el pelo. Lo cogí en mis brazos el resto del camino tratando de protegerlo un poco y mis dedos también sintieron alivio entre su pelaje.
Ahora, con él de nuevo entre mis brazos, seguí hasta el patio donde estaba mi madre picando leña.
—Esos señores son del Ayuntamiento —dijo cuando le conté—. No están comprando nada. Inventaron un nuevo impuesto. Por los animales.
Agregó algo entre dientes que no entendí y bajó el hacha con tanta fuerza que los dos trozos de leña saltaron unos metros más allá. Canelo se movió nervioso y lo dejé en el suelo. Se alejó un poco.
—¿Y tú que les dijiste? —preguntó mi madre apoyándose en el hacha y mirándome directo a los ojos.
Su cara me hizo retroceder un paso, de puro instinto, porque yo no le había dicho nada comprometedor a los señores de negro. Mi padre (que ya estaba en Venezuela) me había hablado un poco sobre la Guerra Civil y una cosa que se llamaba Falange, y sobre traiciones y venganzas, a veces entre miembros de una misma familia, y sobre todo de la desconfianza que había que tenerle a los señores de capotes y tricornios.
Grandes colmillos asoman
si abren las bocas negras;
mirada de ojos vacíos,
negras son sus apetencias.
—No deberías hablarle al muchacho de esas cosas. Son de gente mayor —le reclamaba mi madre.
—Nunca es temprano para saber lo necesario— contestaba él—. Además, yo me voy a ir pronto y en estos tiempos la ignorancia es más peligrosa que el hambre.
Yo no comprendía mucho, pero estaba claro que debía ser cortés con los señores extraños sin darles información que antes no hubiese consultado con él o mi madre.
Cuidado si te sonríen,
está alerta si se acercan,
mejor te quedas en casa,
cierra ventanas y puertas.
—No podemos mentir sobre los animales que tenemos— fue lo primero que me dijo ella, luego de saber que yo había hecho lo correcto.
—La multa sería mayor que el impuesto —fue lo segundo. Tampoco podemos dejar de tener el cochino, ni la vaca, ni la cabra.
Después de una mirada breve, bajó la vista, cogió otro leño y lo puso sobre el tronco. Intuí que debía entender algo, pero no lograba saber qué.
—Tienes que… sacrificar a Canelo antes de que esos señores lleguen a nuestra casa —me dijo bajando el volumen de la voz.
No oí el otro golpe del hacha.
Quedé mudo unos instantes, tratando de buscar en la sentencia alguna posibilidad de escape, pero había sido un tajante “tienes que”, sin salida posible.
No valieron argumentos, no valieron las ideas sobre esconder a Canelo por un tiempo, no valió nada ante la brutal realidad: su justificado terror a la autoridad y su dureza intransigente cuando se sentía acorralada por las circunstancias. La vida la había agobiado con trabajos y penas desde la infancia y en ciertas situaciones parecía tener un corazón de piedra, cosa muy alejada de la realidad.
En vez de zapatos lucen
un par de pezuñas negras,
si te fijas se les nota
el rabo entre las dos piernas.
Tenía que buscar la ayuda de mis amigos.
Evitando la ruta por el pueblo de los señores de negro, corrí a casa de Mauro a pedirle el favor de que escondiera a Canelo, aunque fuera por poco tiempo: unas horas tal vez. Él y Honorio querían ayudarme, pero ya se había regado la voz del verdadero propósito de los visitantes y el temor podía más que los buenos deseos.
Seguí buscando ayuda. Entre casa y casa, mi estatura de siete años me permitía esconderme tras los linderos de piedra de los huertos, que los señores de negro y los guardias civiles sobrepasaban. Cuando los perdía de vista, los rumores furtivos de los vecinos me ponían al tanto de su recorrido y tenía la esperanza de que, al menos ese día, no llegaran a mi casa.
Evaristo y Valentín ni siquiera pudieron salir a la puerta a recibirme. “Está castigado”, fue la respuesta de los padres. Nunca un par de caramelos les había costado tanto. A pesar del terror, mis abuelos me habrían ayudado con gusto, pero en esos días estaban en otro pueblo.
Tuve que enfrentarme a la realidad. No tenía escapatoria de mi dolorosa tarea. Tampoco el valor para realizarla. Entonces decidí pedirle el favor a Juan, mi amigo de pantalón largo. Era de noche cuando llegué a su casa: noche sin luna, negra- negra. Acordamos encontrarnos apenas rompiera el amanecer, luego del tercer canto del gallo. No tuve que estar atento porque no dormí nada. Canelo lo hizo a ratos, al pie de mi cama, despertándose con cada movimiento inquieto que yo hacía.
Sabía que me buscaba con la mirada, pero yo la evitaba.
¿¡Cómo explicarle!?
Lo llevamos a un barranco cercano a la casa: un ancho y profundo surco que el agua de la lluvia había arado con insistencia de siglos. Canelo iba contento en mis brazos, lamiendo mis lágrimas.
Juan cogió una piedra grande. Se lo entregué y me alejé unos pasos, dándole la espalda. “Ahora tú eres el hombre de la casa”, me había dicho mi padre antes de marcharse. Tenía que portarme como tal y decidí que era el frío el que me hacía temblar.
El sonido del golpe partió en dos la mañana y huyó rebotando entre las paredes del barranco.
De nuevo, solo silencio.
Improvisé una cruz con unos palos y, con toda la lentitud que pude, cavé una tumba con las manos.
Las cinco tardes siguientes fui a visitarla. No sabía qué hacer para que Canelo me perdonara. Al otro día hubo un aguacero inesperado y corrí al barranco con la certeza de que venía una crecida. Llegué demasiado tarde. Apenas logré divisar el cuerpo que se alejaba arrastrado por la corriente. Permanecí largo rato bajo la lluvia.
El regaño de mi madre al regresar a casa me sonó lejano, a causa del agua embravecida que ocupaba mi mente.
Hasta que viajamos a Venezuela para reencontrarnos con mi padre, siempre recelé de cualquier señor bien vestido que llegara al pueblo.
Con más hambre nos dejaron,
en el pecho una gran pena,
y una luna en menguante
que más nunca vimos llena.
-fin-