“El hambre es el primero de los conocimientos:
tener hambre es la cosa primera que se aprende”.
MIGUEL HERNÁNDEZ
Apenas su padre destapó la viandera, Juan percibió un olor a gloria que lo hizo salivar. Pensó que su nariz lo estaba engañando y decidió esperar, aparentando indiferencia. Su hermana Nieves había traído la comida hasta el cercado donde él ayudaba al padre con el arado y la yunta de bueyes. Por la largura de su sombra calculó que serían las tres de la tarde. “Con razón, este quejido de tripas”, pensó. Solo había comido un poco de gofio a las seis de la mañana.
El puchero tenía lo de siempre: papas, coles y algunos garbanzos. Pero esta vez incluía algo que la madre había agregado, sin duda como un regalo para los hijos: un pedazo de tocino.
Era más grasa que otra cosa, pero ante la falta persistente de carne en la dieta diaria, adquiría rango de manjar.
El padre dejó su ración en la viandera y el resto lo sirvió en el lebrillo, con el tocino en el centro, para que comieran los muchachos. Ya Nieves había colocado el mantel en el suelo y ambos hermanos esperaban sentados, uno frente al otro, armados con sendos tenedores y siguiendo con ojos hipnotizados la joya que coronaba la ración de comida.
El padre colocó el lebrillo entre ambos y se sentó en una piedra cercana. “A hecho”, les dijo levantando el dedo índice. La advertencia quería decir que debían ir comiendo cada uno por su lado, en perfecto orden, sin desechar nada de lo que les correspondía ni tocar la mitad del otro.
Juan y su hermana obedecieron con tensión, vigilándose entre sí y sin perder de vista el manjar con el que habían soñado durante el último mes. Ambos sabían que el otro no estaba dispuesto a compartirlo, y cada uno pensaba en la estrategia para adueñarse del regalo. A Juan le pasó por la cabeza la idea de darle preferencia a su hermana. Al fin y al cabo apenas tenía cinco años, seis menos que él, y además era mujer. Ante cualquier arbitraje él tendría todas las de perder. Pero el olor del tocino curado en sal opacaba al de las papas, las coles, los garbanzos y hasta el de la bosta de los bueyes. Era un aroma que lo llenaba de una vitalidad extraña, le trastocaba la mente, le prometía una felicidad que iba mucho más allá de saciar el hambre.
Juan se propuso llegar primero al manjar y justificar su apropiación. Se imaginó como un conquistador arribando a una isla paradisíaca y, clavando el tenedor que ahora era tridente. proclamar el tesoro como suyo.
Comenzó a engullir la comida, masticándola apenas mientras el tenedor iba de ida y vuelta al plato, “No muy rápido para no levantar sospechas”; sin embargo se inclinó un poco más, acortando camino. Nieves vio la maniobra e hizo lo mismo. Era difícil pensar en otra estrategia con tan poco tiempo.
Tres minutos después desvió la vista un instante para comprobar si el padre los vigilaba. Pero cuando sus ojos venían de regreso al plato advirtió que el hermano se le había adelantado: su mano descendía en picada aferrando el tenedor y, con absoluta precisión, lo clavaba en el centro del pedazo de tocino. Pero no le dio tiempo de llevárselo a la boca. El tenedor de Nieves había descendido también a velocidad de halcón y se le hincó en el dorso de la mano con un crujir de huesos. El alarido de Juan sobresaltó al padre y espantó a tres cuervos que vigilaban dese la pared del cercado. Cuando Juan levantó la vista hacia su hermana se encontró con la mirada más fiera que recuerda haber visto en su vida.
Tras el correspondiente regaño y después de oír los alegatos de ambos, el padre optó por una solución aleccionadora:
Se comió el objeto de la disputa.
fin